Impuesto para ricos: demagogia a gogó.

Impuesto para ricos: demagogia a gogó.

Es bien sabido que los asuntos tributarios son —como tantos otros— guadiánicos: vienen y van al son de la moda del momento. Ahora, la estrella impositiva de actualidad es el impuesto sobre el patrimonio (IP), pues los políticos deshojan la margarita de su mantenimiento o su supresión.

Empecemos por el principio: el IP, en España, nació en 1977 con el carácter de «extraordinario», evidenciando así una vocación de temporalidad claramente incumplida, pues su existencia ya se dilata 45 años; con el paréntesis que va del 2008 al 2010, cuando Zapatero lo eliminó para rescatarlo poco después, pero solo para el 2011 y el 2012 (y así hasta ahora).

En el global de nuestro sistema impositivo nacional apenas supone el 0,5 % de la recaudación total, afectando a algo más de 200.000 contribuyentes; es, pues, una gota en un océano.

Siempre ha sido una figura polémica, habida cuenta de que grava la riqueza con independencia de que esta genere o no renta y, además, interactúa —conflictivamente— con otros tributos análogos, como por ejemplo el impuesto sobre bienes inmuebles y el de vehículos de tracción mecánica (coloquialmente, el de «circulación»). Tal es así que sobre él siempre ha pesado la sospecha de que es confiscatorio (algo prohibido por la Constitución) y, de hecho, es el único que contempla una expresa limitación a su cuota en conjunción con la del IRPF del mismo contribuyente.

Es, además, uno de los impuestos «cedidos» a las comunidades autónomas, y ahí radica otra de sus patologías: si ese es nuestro modelo territorial, su funcionamiento legitima que estas decidan alzas o bajas impositivas; y, si no, cambiémoslo. Pero eso sí, seamos conscientes de que la excepción de los territorios forales siempre estará ahí, con el riesgo de que sea percibida como un agravio comparativo por todos los que no somos ni vascos ni navarros. Difícil puzle, pues.

En el entorno europeo es bien cierto que España es una excepción, al mantener un tributo como este que, en general, es visto como una rémora que desincentiva el ahorro y, así, penaliza a quienes tienen precisamente más capacidad para invertir y generar empleo (que ya es sabido que es la mejor política social). Es decir, que en un tablero internacional sometido a la máxima competitividad fiscal, el IP es una mancha en nuestro expediente, un elemento distorsionador que puede ahuyentar a contribuyentes con una elevada capacidad de gravamen en términos de ingresos (IRPF) y/o consumo (IVA). La cuenta, pues, puede ser negativa para nuestros intereses.

La actual tormenta política sobre el IP evidencia, una vez más, que tenemos muchas asignaturas pendientes: un diseño estable de nuestro sistema fiscal y, sobre todo, un modelo territorial serio y coherente. Pero, incluso por encima de ello, si en algo suspendemos es en reflexionar sobre nuestro nivel de gasto público: nada es bastante para saciar la infinita voracidad del Leviatán. #ciudadaNOsúbdito

AUTOR: César Arxina | EUROPAPRESS

FUENTE: lavozdegalicia.es

 

 

Miembro de: